La máquina parlante -Marcel Schwob-

Marcel Schwob

  

 

  

  

    

La máquina parlante

 

 

El hombre que entró, con un diario en la mano, tenía los rasgos cambiantes y la mirada fija; recuerdo que tenía el rostro pálido y poblado de arrugas, que no vi sonreír una sola vez y que su manera de ponerse un dedo sobre la boca estaba llena de misterio. Pero lo que ante todo llamaba la atención era el sonido ahogado y precipitado de su voz. Cuando su expresión era lenta y baja se oían tonos graves, con repentinos silencios vibratorios, como si hubiera lejanos armónicos estremeciéndose al unísono; pero casi siempre las palabras se apretujaban en sus labios y brotaban sordas, entrecortadas, discordantes, similares a ruidos de agrietamientos. En él parecían existir cuerdas que incesantemente se rompían. Y todas las entonaciones habían desaparecido de su voz; no tenía matices, como si fuera prodigiosamente vieja y gastada.

Entretanto, el visitante, a quien nunca había visto, se adelantó y dijo:

-Ha escrito usted estas líneas, ¿no es cierto? -y leyó-: “La voz, que es el signo aéreo del pensamiento, y por ende del alma, que instruye, predica, exhorta, ruega, alaba, ama, por la cual se manifiesta el ser en la vida, casi palpable para los ciegos, imposible de describir por ser demasiado ondulante y variada, quizá demasiado viva y encarnada en demasiadas formas sonoras, la voz de Théophile Gautier renunciaba a expresar en palabras porque no es ni dulce, ni seca, ni caliente, ni fría, ni incolora, ni coloreada, sino algo de todo esto en otro dominio, esa voz que no se puede tocar, que no se puede ver, la más inmaterial de las cosas terrestres, la que más se asemeja a un espíritu, esa voz, digo, es punzada a su paso con un estilete por la ciencia y enterrada en pequeños agujeros sobre un cilindro giratorio.”

Su voz tumultuosa llegaba a mis oídos con un sonido apagado, y una vez que terminó de hablar, el hombre bailó sobre una pierna, luego sobre la otra, y sin abrir los labios emitió una risa burlona y seca que se oyó como un crujido.

-La ciencia -dijo- la voz… Un poco más adelante escribió usted: “Un gran poeta enseñó que la palabra no podía perderse por ser movimiento, que era potente y creativa, y que quizá, en los límites del mundo, sus vibraciones engendraban otros universos, estrellas acuosas o volcánicas, nuevos soles en combustión.” Y ambos sabemos, no es así, que Platón había predicho, mucho antes que Poe, la potencia de la palabra: ουχ απλώζ πληγήάέροζ ξστιν ή φωνή. “La voz no es solamente un golpeteo en el aire: pues el dedo, al agitarse, puede golpear el aire y nunca podrá producir la voz.” Y también sabemos que un día de diciembre de 1890, el aniversario de la muerte de Robert Browning, se oyó en Edison-House que del ataúd de un fonógrafo salía la voz viva del poeta, y que las ondas sonoras del aire pueden resucitar para siempre. Sois sabios y poetas: sabéis imaginar, conservar, incluso resucitar: la creación os es desconocida.”

Miré al hombre con piedad. Una profunda arruga atravesaba su frente desde la punta del cabello hasta la raíz de la nariz. La locura parecía hacerle erizar los cabellos e iluminar los globos de sus ojos. El aspecto del rostro era triunfal, como en el caso de aquellos que se creen emperadores, papas o dioses, y desprecian a quienes ignoran su grandeza.

-Sí -continuó el hombre, y su voz se ahogaba a medida que quería hacerse más fuerte-, escribió usted todo lo que saben los otros y la mayoría de las cosas que ellos pueden soñar; pero yo soy más grande. Yo, si Poe así lo permite, puedo crear mundos en rotación y esferas inflamadas y aullantes, con el sonido de una materia que no posee alma; he superado a Lucifer y puedo forzar las cosas inorgánicas a proferir blasfemias. Noche y día, a un gesto de mi voluntad, pieles que estuvieron vivas y metales que quizá aún no lo estén, pronuncian palabras inanimadas; y si es cierto que la voz crea universos en el espacio, los que yo le hago crear son mundos muertos antes de haber vivido. En mi casa yace un Behemoth que, antes una indicación de mi mano, brama: He inventado una máquina parlante.

Seguí al hombre, que se dirigía hacia la puerta. Pasamos por senderos frecuentados, por calles turbulentas; luego llegamos a los suburbios de la ciudad, mientras los picos de gas se encendían uno a uno a nuestras espaldas. Ante la poterna baja de un muro ennegrecido, el hombre se detuvo y corrió un cerrojo. Entramos en un patio oscuro y silencioso. En ese momento mi corazón pegó un salto: oí gemidos, gritos rechinantes y palabras silabeadas, que parecían mugidas por una garganta desmesuradamente abierta. Y esas palabras no tenían ningún matiz, como la voz de mi guía, de tal modo que, en ese increíble engrandecimiento de las sonoridades vocales, no reconocía nada humano.

El hombre me hizo entrar en una sala que no pude observar, a tal punto me pareció terrible por el monstruo que en ella se erguía. En su centro, elevada hasta el techo, había una garganta gigante, distendida y blanquecina, con repliegues de piel negra que pendían y se hinchaban, un hálito de tempestad subterránea, y encima dos enormes labios temblorosos. Y entre rechinamientos de ruedas y gritos de hilos de metal, se veía estremecer a montones de cuero y los labios gigantescos bostezaban vacilantes; luego, en el fondo rojo del abierto remolino, un inmenso lóbulo carnoso se agitaba, se alzaba, se balanceaba, se tensaba hacia arriba, hacia abajo, a la derecha, a la izquierda; una ráfaga de viento ululante estallaba en la máquina y brotaban palabras articuladas, lanzadas por una voz sobrehumana. Las explosiones de las consonantes eran terroríficas; pues la P y la B, similares a la V, se escapaban directamente a ras de los bordes labiales hinchados y negros: parecían nacer bajo la hosca masa superior del cuero que retrocedía; y la R, largamente preparada, resonaba en forma siniestra. Las vocales, bruscamente modificadas, saltaban de la enorme abertura como lanzadas por una trompa. El gagueo de la S y la CH superaba en horror a prodigiosas mutilaciones.

-He aquí -dijo el hombre apoyando su mano en el hombro de una mujercilla enjuta, contrahecha y nerviosa- al alma que hace mover el teclado de mi máquina. Ella ejecuta en mi piano trozos de palabra humana. Le inculqué la admiración de mi voluntad: sus notas son tartamudeos, sus gamas y ejercicios, el ba be bi bo bu de la escuela, sus estudios, las fábulas de mi composición, sus fugas, mis piezas líricas y mis poesías, sus sinfonías, mi filosofía blasfematoria. Ve usted las teclas que, en su alfabeto silábico, en su triple hilera, llevan todos los miserables signos del pensamiento humano. Conjuntamente, y sin que intervenga la condenación, produzco la tesis y la antítesis de las verdades del hombre y su Dios.

Colocó a la mujercilla en el teclado, detrás de la máquina.

-Escuche -dijo con su voz ahogada.

Y bajo la acción de los pedales, el fuelle se puso en movimiento; los pliegues que pendían en la garganta se inflaron; los monstruosos labios se estremecieron y entrechocaron; la lengua comenzó su trabajo y el bramido de la palabra articulada estalló:

 

EN EL PRIN-CI-PIO ERA EL VER-BO

 

aulló la máquina.

-Es mentira -dijo el hombre-. Es la mentira de los libros llamados sagrados. Yo estudié durante años; abrí gargantas en las salas de disección; escuché las voces, los gritos, los llantos, los sollozos y los sermones; los medí metódicamente; los extraje de mí mismo y de los demás; quebré mi propia voz en mis esfuerzos; y viví tanto con mi máquina que ahora hablo sin matices, como ella; pues el matiz pertenece al alma, y yo la he suprimido. Esa es la verdad, y la nueva palabra -y gritó lo más alto que pudo, aunque la frase resonó como un murmullo ronco-: la máquina dirá:

 

YO HE CREADO EL VERBO

 

Y bajo la acción de los pedales, el fuelle se puso en movimiento; los monstruosos labios se estremecieron y entreabrieron; la lengua comenzó su trabajo y la palabra explotó en un monstruoso tartamudeo:

 

VER-BO VER-BO VER-BO

 

Hubo un desgarramiento extraordinario, un crujido de engranajes, un decaimiento de la garganta, un marchitamiento universal de los cueros, una bocanada de aire que despedazó las teclas silábicas; y no pude saber si la máquina se había negado a proferir la blasfemia o si la ejecutante de palabras había introducido en el mecanismo un principio de destrucción, pues la mujercita contrahecha había desaparecido, y el hombre, cuyo rostro totalmente tenso estaba surcado por arrugas, agitaba los dedos con furia ante su boca muda, ya que había perdido definitivamente la voz.

Un pensamiento en “La máquina parlante -Marcel Schwob-

  1. julieta dice:

    ¡¡¡A mí me gustan sus inventos de la máquina parlante y como funciona!!!

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